Albert Kroop, Müller V, Leer, Tjaden, Haie Westhus, Detering, Estanislao Katczinsky, Franz Kemmerich y Pablo Baüman, el narrador; son jóvenes de 19 y 20 años que se enfilaron en el ejército alemán de forma voluntaria en el verano de 1916, durante la Primera Guerra Mundial.
“No habíamos echado raíces y la guerra nos ha arrancado”.
Narra sucesos de la guerra mezclados con la vida de sus compañeros y la suya, todo desde una óptica cotidiana; porque el dolor ascendente, la pérdida de los camaradas, las ilusiones incineradas, la combinación desequilibrada de la guerra: sentir al máximo la vida y vivir con la cercanía a la muerte, eran las tragedias cotidianas de esos jóvenes.
Habían sido despojados del desinterés propio de su edad, en su lugar, les ayudaron a formar una frialdad protectora: “al fin y al cabo no sería tan desagradable la guerra si pudiésemos dormir un poco más”.
Ellos eran 9. Y qué decir de los ciento cincuenta hombres de esa compañía, hombres de rostros rozagantes, tersos, rectilíneos y pómulos definidos, los de estaturas espléndidas, con corazones efervescentes de amor patrio, los niños de hace poco, los de las vidas frenadas: “la artillería pesada inglesa hizo de las suyas sin parar, ametrallando sin descanso nuestra posición, y causándonos tantas bajas que solo regresamos ochenta hombres”.
-¿Cuántos seríamos, exactamente de nuestro curso?
Los contamos: éramos veinte, siete han muerto, cuatro han sido heridos y hay uno en el manicomio. Apurándolo mucho, encontraríamos doce.
Como cantaría años más tarde Willie Colón: “salen como nobles soldados, vuelven muertos y mutilados”.
“Es el destino común de nuestra generación (…) ya no creemos en nada; solo en la guerra”.
“Lo único bueno que la guerra produce: la camaradería”.
No hay ningún diálogo que exprese amor entre ellos, pero sus acciones hablaban, acompañaban, protegían; aprendieron a descifrar silencios y a sentir el apoyo del camarada en medio de las miradas dudosas: “sentimos nuestra existencia y nos pertenecemos tanto el uno al otro que ni siquiera nos es necesario decirlo”.
Con los hermanos se aprende un gran valor: compartir, con los amigos entendemos la fuerza de este sentimiento; pero en la guerra, en medio de las limitaciones, de los ataques de pánico, de la muerte constante, este valor se entiende de forma microscópica: “Somos hermanos y nos ofrecemos mutuamente los mejores bocados”.
Un día que dejaron al frente y sus asares lejos de ellos, un día en que el sonido de la guerra era un rumor lejano, Albert Kroop preguntó:
-¿Alguien ha vuelto a ver a Kemmerich?
Pablo Baümer visitó a Franz Kemmerich en el ambulatorio.
Su rostro de niño se opacó por la señal, sí, Pablo la reconocía porque la había visto en muchos de sus compañeros que cayeron antes.
“A Franz Kemmerich, en el baño, se le veía pequeño y delgado como un niño. Ahora está tendido aquí. ¿Por qué? Sería preciso traer al mundo entero ante esa cama y decirle:
-Este es Franz Kemmerich, de diecinueve años. No quiere morir. ¡No permitáis que muera!”
El resto fue parte de la tragedia cotidiana: Pablo lo acompañó más de una hora, le dibujó un mañana esperanzador – ambos sabían que no sería así-; mientras tanto, Franz lloraba apoyando un lado de su cara en la almohada, sin pronunciar palabra… desaparecía la voz de un camarada (“son mucho más que el amor de una madre y que el miedo; son lo más fuerte y lo más eficaz para protegernos que existe en el mundo”).
“La juventud de hierro”.
Pablo no tuvo reparos en señalar culpables, lo hizo antes, culpando al mundo por su indiferencia- ¿o por su ignorancia?-; también se refirió al hombre que inundó la vida de él y sus compañeros de ideas románticas sobre la guerra y el Estado: Kantorek, su profesor.
“¿Cómo terminaríamos, sino, empezando por ver ahí una culpabilidad? Existen miles de Kantoreks y todos están convencidos de que lo que hacen, tan cómodo para ellos, es lo mejor que pueden hacer”.
Dijo algo que resumió la posición de los forjadores de la ideología y la de los que vivieron las consecuencias de ella: “Tuvimos que darnos cuenta de que nuestra edad era mucho más leal que la suya; no tenían por encima de nosotros más ventajas que la frase huera (vacía) y la habilidad. El primer bombardeo nos reveló nuestro error”.
En el desarrollo de la narración es patente que el personaje tuvo un declive anímico e ideológico, que se sentía defraudado, engañado; pasó de creer que era un ser indispensable para su país, que no era un cobarde, “Supimos que un botón reluciente es más importante que cuatro tomos de Schopenhauer” (…)“Al principio, sorprendidos, después indignados; por fin, indiferentes, constatamos que lo importante no parecía ser el espíritu sino el cepillo para las botas, no el pensamiento sino el sistema, no la libertad sino la rutina”. En medio de la desolación, de las granadas de mano, de los obuses, del miedo repentino, descubrió que no eran “la juventud de hierro”.
En solo diez semanas de entrenamiento militar abandonaron su personalidad y adquirieron la mecanización de las armas con que se defenderían, con las que ajusticiarían enemigos, con las que cegarían vidas de jóvenes que, igual a ellos, solo se dieron cuenta de que estaban en la guerra cuando una bomba les estalló al lado y destrozó a un camarada. Allá, en el frente de guerra, se dieron cuenta de que estaban solos, que ninguno de los intelectuales y políticos los levantaría.
Toda su preparación intelectual, militar, pero sobre todo ideológica, quedó en una perspectiva reducida de sí mismos: “somos unos maestros en eso, en jugar a cartas, maldecir y hacer la guerra. No es mucho para hombres de veinte años… y es demasiado a esta edad”.
En medio de las conversaciones resentidas y risas irónicas, se preguntaron:
“¿Existe en el ejército el derecho a reclamar?”.
“¡Con qué lentitud muere un hombre!”
Ya no esperaba, atento a cualquier solicitud, a que muriera su compañero de clases; esperaba, intentando mirar hacia otro lado, mientras moría Gerard Duval, un enemigo que no conocía, le cayó encima mientras se ocultaba en un embudo de las explosiones y las balas cruzadas, de un combate entre alemanes y franceses. Lo había premeditado: “si alguien salta dentro lo apuñalaré en seguida”. Después de la arremetida sus brazos se pusieron débiles y no pudo agredirlo nuevamente.
Una cosa es saber que alguna de las balas que habían salido de su fusil asesinó a alguien, que con su bayoneta atravesó el estómago de alguien que murió rápidamente; pero ver en cámara lenta que la obra de sus manos daba prueba de “la falta de misericordia en los hombres”, era algo totalmente nuevo.
Sin embargo, como lectores nos encontramos con que no lo juzgamos; y sí, es un asesino, pero sabemos que a él también le quitaron días pasados, días futuros… le quitaron la vida. Esto lo conocemos porque acompañamos al narrador en su soledad, en el combate, en la fraternidad, en su egoísmo. Pero el momento en que más lo conocemos es en el monólogo que tiene después de pasar una noche y parte del día con un hombre agonizante (“muere a las tres de la tarde”), cuando queda solo con el cuerpo inerte del primer hombre que asesinó con sus propias manos: “¡Perdóname, camarada! ¿Cómo podrías ser mi enemigo? Si tiramos estas armas y este uniforme, tú podrías ser mi hermano, al igual que Kat o Albert. ¡Toma veinte años de los míos, compañero, y levántate! Toma más, si quieres, pues yo no sé tampoco qué hacer con ellos”.
Al final del libro atinó a decir: “ya no podrán quitarme nada más”; se equivocaba, le quitaron lo único que le quedaba.

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Katherin Julieth Monsalve Requejo
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TEXTO: KATHERIN JULIETH MONSALVE REQUEJO