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INERME

Camila Sánchez García

En casa de Martha se siente que alguien llegó. Al asomarse a la puerta vio que era él. ¿Usted dónde estaba, por qué estaba tan perdido? Le preguntó ella con la voz un poco ronca por la sorpresa. ¡No!, yo estaba paseando, pero ya vine y les traje regalos, pero ya me tengo que volver a ir. Cuando él estaba dando media vuelta Martha le pregunta ¿Cuándo va a volver? Usted se demora mucho. No sé, no sé cuándo me dejen volver.

Al despertarse se da cuenta de que sólo podrá verlo a través de esos sueños esporádicos. Sentada en el borde de su cama recuerda aquel día, ese en que le arrebataron a su hermano Alberto, y no solo a ella, a toda su familia, a sus nueve hermanos, ahora ocho, a su madre, a su esposa y a su hijo.

 

Fue el primero de julio de 1995, el alcalde del pueblo, Alberto, y dos hombres más salieron a un viaje de trabajo. Tal vez a una capacitación o a algún curso, el caso es que era en un pueblo cercano, en Puente Iglesias. De regreso los interceptaron unos hombres con la cara encapuchada, era la guerrilla. El alcalde logró escabullirse junto con otro. Diez días después encontraron a Alberto a la orilla del río Cauca, boca abajo y sobre una roca.

Sus hermanos no recuerdan nada malo, sólo recuerdan las muchas cualidades que definían a Alberto. No consentía que le hicieran nada a los animales, por él, hubiera llenado la casa, era un ángel  dice su hermana Martha. 

Era muy maldadoso con los de la casa, comenta su hermana: “A Clara cada ratico se la montaba, mamá tenía una mesa como de ocho puestos, grandotota, donde nos sentábamos todos a almorzar. Él se sentaba a la cabecera y mamá se sentaba en la otra. Entonces Alberto empezaba con esa risa maliciosa, con esa picardía. Y como Clara era tan cizañosa, Alberto llegaba y decía: “Ay amá cómo le parece que por allá yo venía y me encontré un perro con las tripas afuera”, él salía con cualquier cosa de esas,  Clara se ponía furiosa y decía “¡Ah! ya va a empezar usted a hablar bobadas” y se paraba y dejaba la comida, y con esa intención era que Alberto lo hacía, para él comérsele la comida a Clara.”

Betania, Antioquia, se encontraba en medio de una guerra sin tregua entre la Guerrilla (FARC, ELN) y los Paramilitares, el pueblo vivía con miedo, a las siete de la noche no se veía a nadie en la calle. Si alguien mostraba simpatía o cortesía frente a las personas de alguno de los dos bandos, el contrario fichaba a la persona, la perseguía y la mataba por colaborar con el enemigo. Cuando buscaban a alguien del cual no conocían el rostro preguntaban por el nombre pero sin apellidos, así, a secas. Y si había más de una persona con ese nombre no importaba, a cualquiera mataban, es decir, cualquier día ‘Julana de tal’ sin estar relacionada podría morir por culpa de llamarse igual o tener algo en común con alguien más. Alberto vivió y padeció una de las muchas muertes por confusión, por error, que se puedan contar en el país.

Y es que no importaba donde estuviese metido a quien buscaban, si era necesario iban hasta la casa y de allá lo sacaban. “No les importó el llanto, las suplicas de los papás. Y Es que esa gente es así, le decían a usted, ‘Julana de tal’ es cómplice, o le da comida, o le habla a los paras. ‘Julano de tal’ le da a la guerrilla, entonces si a usted le hablaban o cualquier cosa, a usted la fichaban como si les estuviera ayudando”, recuerda Martha lo que le sucedió a una joven no muy lejos de su casa.

En los días que Alberto estuvo desaparecido ni el pueblo ni su familia tuvieron paz, cualquier indicio, cualquier comentario de su paradero lo seguían con la esperanza de encontrarlo. No podían perder a alguien tan querido por todos, amigo de cada persona, del cura, del alcalde, de albañiles, de los tenderos, todos lo extrañaban. Pero no esperaban encontrarlo vivo.

Cuando fueron retenidos, a su compañero de trabajo y a él, los interrogaron pero soltaron al compañero (del cual no recuerdan el nombre). Entonces al que dejaron ir, contó que le preguntaban a mi hermano: ¿usted quién es? – Yo soy fulano – usted no es ese, usted es el alcalde, y mi hermano decía que no, que él se llamaba Alberto. Intentaron sacarle la “verdad” a punta de culatazos, así, con los fusiles. A él lo tenían arrodillado y amarrado con las manos hacia atrás. Pero se logró parar y se les voló, salió corriendo para tirarse al río, pero le dieron unos tiros por detrás de la rodilla, él cayó y el río se lo llevó. Eso contó el compañero que dejaron ir. Aquel hombre no sabía qué más había pasado con él, con su cuerpo. No les dio esperanzas.

Lo único que podían hacer era rezar, los hermanos que se encontraban en  Armenia armaron cadenas de oración. El Sacerdote de Betania cada misa se la ofrecía a él, solo pedían, suplicaban que apareciera. Y apareció diez días después a la orilla del río y sobre una roca, como si alguien lo hubiese puesto ahí, no lo había tocado ningún animal.

La última imagen que tengo de él  es muy bonita, yo por el vidrio del carro le voleaba  la mano hasta que él se perdió en el camino, en la distancia, tengo un recuerdo muy hermoso. Esa fue la última vez que lo vi, la última vez que fui a Betania. Recuerda Clara.

Alberto tenía un vínculo con cada miembro de su familia, se convirtió en la mano derecha de su madre, en un pilar que proyectaba respeto, liderazgo y compañerismo. Cuando murió, su madre casi muere con él, sólo le quedaba llorar, a tal punto de remplazar la comida por el llanto, el sueño por el llanto, y la salud por el llanto, dos pre-infartos.  Cada tarde después de trabajar, llegaba y se acostaba en la cama con su hermana Martha, encendía la grabadora, alistaba el casete y caían en un sueño profundo escuchando a Camilo Sesto, su cantante predilecto. 

Mientras soportaban la tragedia, se enfocaban en controlar las emociones  a la hora de buscarlo sabiendo que solo encontrarían un cadáver. “Fue una búsqueda, una incertidumbre de toda la familia, y de los amigos. Uno sentía un dolor muy grande, y el pueblo lloró mucho a Alberto porque allá todo mundo lo quería.” Y es que aún sabiéndolo muerto, todos albergaban una leve esperanza, esperaban que todo fuese una ilusión, una broma pesada que les daba la vida, y es que eso no le pasa a la gente normal, le pasa a alguien más. La realidad los esperaba a un par de pasos.

El agua del río había hecho su trabajo, su cuerpo estaba irreconocible, la cara destrozada por los culatazos, un tiro en cada rodilla y uno más en la cabeza. Las placas dentales ayudaron a confirmar su identidad. No importaba que su alma hubiese abandonado el cuerpo, querían encontrarlo, enterrarlo y llorarlo como es debido. Pero ni eso pudo tener la familia: "nosotros no pudimos ir al velorio (la familia que vivía en Armenia), porque no lo dejaron velar, lo encontraron tan descompuesto que lo metieron en una bolsa de polietileno y ahí mismo lo tuvieron que enterrar. No lo dejaron velar. No dieron tiempo de nada, nosotros no tuvimos tiempo de ir."

En una de las tantas capturas realizadas por la fuerza pública se encontró a quien fuera el actor material del asesinato de Alberto Raigoza, y con tantos procesos que se han hecho para enmendar a las victimas este confesó: “sí, ese lo maté yo, pero no era a él al que íbamos a matar, era al alcalde”. Según el informe del Centro de Memoria Histórica: ¡Basta ya!, en Colombia entre 1958 y 2012 se han registrado 220.000 víctimas del conflicto armado de las cuales más del ochenta por ciento son víctimas inermes. Alberto Murió por una confusión y sin poder defenderse.

Describir el perder a un hermano, un marido y un hijo es casi imposible, es un dolor que no se puede medir en palabras. “Que a uno se le muera un hijo o un hermano por una enfermedad, se sabe que una enfermedad se lo lleva. Pero cuando son matados es más duro el golpe, se lo quitan a uno vilmente”. Cada persona lucha con eso de manera diferente. Su esposa Elda, lo hace por medio del silencio, ya no llora, ya no ríe, y no habla del hecho, no puede. Enfocó su energía en acompañar a su suegra y en criar a su hijo, que ya con más de veinte años aún recuerda a su padre y dice ser la luz que lo guía. Clara siente como si no hubiese muerto, le gusta pensar que está de viaje, y confía que esté bien y su madre encontró como superar la muerte con una vida que nacía, su nieto recién nacido le dio las fuerzas para seguir.

Martha encuentra cierta paz cuando lo ve en sueños. “En la casa de mamá en Betania, la entrada era llena de puras flores, como un jardín, como si hubieran colocado varios ramos ahí de flores muy bonitas. Cuando él llegó, Y le dije: usted si es muy ingrato, ¿por qué se va y se demora tanto para venir? Me dijo –es que yo vengo cuando me dejan venir–  ¿y por qué no se queda? Me contestó que no, que donde estaba se encontraba muy feliz, muy contento. Y era con una risa inocente, una risa linda como siempre la había tenido, una risa sin nada de maldad. Y así se reía en el sueño. Fueron las únicas veces que yo soñé con él. Él me dijo que allá donde estaba, estaba muy contento”.

Alberto Raigoza

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Martes, 7 Junio 2016

TEXTO: CAMILA SÁNCHEZ GARCÍA

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