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EL SABOR DE LA ILEGALIDAD

Juliana Moreno Villegas

En algún momento de nuestras vidas hemos estado frente a un trozo de carne. En el restaurante nos permiten escoger entre los mejores cortes: Filete T-Bone, Lomo, Churrasco, Solomillo, Bife y Medallones, pudiendo además decidir el término de la cocción: azul, medio, tres cuartos y hasta cruda;  ese es un gusto que podemos darnos aquellos que no hemos tomado la decisión de ser vegetarianos. En otras circunstancias, visitamos la carnicería con la intención de  escoger qué parte de la res comprar para luego disfrutarla en un asado, un buen sudado o, por qué no, frita como indica la tradición.

En Colombia el 70% de los ciudadanos somos grandes consumidores de carne de res, en un porcentaje más bajo, de pollo, cerdo y pescado. El precio de ésta, en cualquiera de sus presentaciones, nos obliga en ocasiones a consumir menores cantidades pero en la mayoría de los casos es una prioridad en nuestra canasta familiar.

Sin embargo, muchos desconocen de dónde procede la carne que consumen a diario. Nadie podría imaginar que debajo de una estructura rudimentaria, cubierta por una tela verde, se puedan manejar tantas emociones, expresiones, olores y sonidos que por supuesto son bastante fuertes. Hablamos del sitio donde sacrifican animales ilegalmente.

 

Todas las mañanas, a una finca del Valle del Cauca llega un camión cargado de reses, a las que unos hombres muy particulares les dan la bienvenida. Con una contextura gruesa, pantalones rotos y caídos, camisa desabotonada y botas negras, la mayoría de veces estos matarifes están sin bañarse. En la carrocería de este camión, más o menos desde una altura de 140 centímetros, es lanzada la res que al caer al pavimento inmediatamente queda fracturada. Le dan tres palmadas y ‘le dicen’: “tranquilo Manolito, tranquilo”, pues así lo bautizaron mientras se escuchaban sus fuertes bramidos.

Al no tener forma de pararse porque “cae inmóvil pero no muerta”, como dice el matarife, atada a unas argollas en el piso, la descabellan o la chuzan en la cabeza con un cuchillo grande y muy afilado, justo en el medio de sus cachos. Pero la puñalada no siempre es certera. En sus ojos solo se ve suplica. Mientras esto sucede se escuchan  frases en tono tranquilo y hasta burlesco: “Échele agüita para que sienta lo que es la tranquilidad… está como estresado”. En medio de la situación agonizante del animal llega el momento de desangrarlo con una puñalada más en el cuello, hasta que finalmente muere por anemia.

Ahí empieza un minucioso proceso de dos horas, por día son hasta 3 reses, esto incluye el descuartizamiento con hacha y cuchillo. Primero se cortan las patas y las manos, por supuesto el sonido que se escucha al practicar este procedimiento es escalofriante. Luego se pela y se quita el cuero mientras se escucha como si estuviéramos rasgando papeles. Ha llegado el momento de abrir el pecho y sus cuatro estómagos para proceder a despegarle las piernas.

 

Al estar pelada y lista, se deja caer ahora sobre su lado izquierdo con el cuero extendido “Para que no se ensucie la carne”. Ahora la res se debe “cuartear”, es decir, hacer una “L” sobre su espinazo, se corta desde la cola hasta la cabeza, se sacan primero los brazos, se despega la nuca; el matarife lo hace con 3 o 4 hachazos que lanza desde la parte más alta aplicando toda la fuerza posible, luego se saca el lomo.

Ahora vienen las tripas. El intestino delgado no lo lavan, simplemente lo escurren, el intestino grueso lo limpian con una manguera para sacar toda la materia fecal, después sacan los riñones, el hígado, el bofe, la pajarilla y el corazón. Todo esto se hace hasta que por pedazos la res termine colgada en ganchos de carnicería, oxidados, cubriéndose de moscos que la disfrutan antes que nosotros, mientras corre la sangre, mezclándose con la boñiga y el pantano, hacia la boca de los perros de la finca. Algo parecido a un circo romano, donde se mezclaba la sangre con la arena, donde los matarifes parecen gladiadores sucios, y en desgracia, que sacrifican bestias inofensivas y aterrorizadas.

Una vez finalizadas sus labores, y mientras llega el carro que transportará la carne a la “Fama” del pueblo -así se le conoce a las carnicerías en algunas regiones de Colombia- en el corredor de la casa contigua al matadero los espera un desayuno típico con “calentado”, arepa, chocolate y carne frita, que casi siempre sacan de la res que acaban de sacrificar; este desayuno lo prepara la esposa del matarife que vive en la finca.

 

Para los matarifes que conviven en la ilegalidad de estos lugares clandestinos no es problema sentarse en la mesa con la ropa ensangrentada, las manos sucias y el aroma de la carne destazada. Nunca quedan afectados por la situación en la que estaban hace unos minutos y de la que fueron autores. Esa escena llena de fuertes imágenes, sonidos y olores, para ellos es tan normal como para nosotros es comer todos los días un trozo de carne que podría provenir de un sitio de sacrificio ilegal.

Después de media hora, llega a la finca un  pequeño furgón a recoger la carne lista para ser transportada al lugar de distribución. Al llegar es colgada en la parte de atrás, en un sitio oscuro, lúgubre, hecho con tablas viejas,  húmedo y sin ventilación; allí es deshuesada por un menor de edad y  luego exhibida para la venta como “producto de calidad”.

En los mataderos clandestinos no se hacen exámenes al animal para verificar si tiene algún agente infeccioso, no se les da un baño previo para evitar contaminaciones, favorecer el desangrado y tranquilizar al animal. Contrario a los mataderos legales, donde todo el proceso es aéreo y lo que cae al piso ya se considera contaminado, en los ilegales  todo el procedimiento es sobre el pavimento contaminado y teniendo como espectadores varios perros de la finca velando un pedazo de carne y esperando que les llegue su desayuno, la sangre.

En los mataderos legales el proceso concluye en una cámara frigorífica, donde la carne reposa a una temperatura de 18 grados bajo cero durante un periodo mínimo de 12 horas, pero no, en los ilegales esto no pasa. La carne siempre está expuesta al sol, la lluvia, el polvo y  los insectos.

 

Existen grandes diferencias en ambos procedimientos, aunque las consecuencias para el animal y sobre todo sus sensaciones al momento del sacrificio estén vedadas a los humanos, quienes de un modo u otro experimentaremos reticencia frente al descuartizamiento de seres vivos, uno de los tabúes más comunes en una cultura carnívora.

Si esto sirve de consuelo en medio de la ambigüedad moral, en las Centrales de Sacrificio (legales) utilizan pistola de aire o descargas eléctricas con las que el animal muere en segundos y no siente el mismo dolor que causan muchas puñaladas. Allí tienen desembarcaderos especiales para no tirar el animal hasta fracturarlo, cumpliendo con todas las normas de salubridad exigidas, además los matarifes usan los trajes adecuados. 

La realidad del sacrificio animal y el consumo de carne, se mezclan en medio de la cotidianidad de nuestro país y en la cercanía de nuestras familias. Una situación económica difícil lleva a estos hombres, con un nivel de estudio básico y con pocas oportunidades laborales, a que tengan que realizar estas labores, sin medir las consecuencias, arriesgando sus vidas y las de los consumidores de este alimento tan delicado, ese que ellos mismos manipulan sin ningún cuidado, ese que nosotros saboreamos. Para los matarifes lo único que importa es ganar el sustento para su familia.

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Lunes, 6 Junio 2016

TEXTO Y FOTOGRAFÍA: JULIANA MORENO VILLEGAS

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