El pino ciprés es un árbol ornamental que se encuentra particularmente en jardines parques y cementerios; los pueblos Greco-Romanos lo veían como un símbolo de inmortalidad y hospitalidad, poseen gran longevidad y pueden llegar a medir cuarenta y un metros de altura. Bajo la sombra de un ejemplar de esta monumental especie yace el cuerpo de un hombre boca abajo, con la cara ensangrentada y destrozada por la bala de un fusil Galil que le atravesó la cabeza.
En una de sus manos, su fusil, y en la otra quizá la esperanza de una vida mejor, una esperanza como la de muchos, que se ha perdido, se ha diluido como un espejismo en medio de las guerras, los niños, mujeres y jóvenes muertos en las diferentes guerras civiles colombianas como la de los mil días, el conflicto armado con las guerrillas y paramilitares que se volvió una guerra sin ideales de todos contra todos, y la pavorosa época de los carteles, que sacudiendo al país con el más crudo panorama de violencia, dejaron a su paso un rastro de sangre difícil de calcular, muchos bajo la sombra de la injusticia y la barbarie; una “colección” de muertos a través de la historia, cada uno de ellos dejado en su propio campo de batalla, sin misericordia alguna.
Salento Quindío, es un pueblo pequeño pero de grandes montañas y coloridas casas que contrario a lo que muchos creerían, al verlo ahora, sufrió en alguna época el flagelo de la violencia, en los años cuarenta, la constante guerra de liberales y conservadores que mantenía dividido al país, en donde las llamadas “chusmas” hacían de las suyas, y al mejor estilo del sadismo paramilitar de hace poco en nuestro país, cercenaban, mutilaban y hacían de la muerte el macabro disfrute de su cotidianidad.
En los años, setenta, ochenta y noventa en medio de una próspera agricultura, los campesinos que bajaban de las fincas con el producido de una quincena, entraban en las cantinas y al consumir más de lo que el cuerpo les permitía, desenfundaban machete y palo, lo cual terminaba con un lesionado de gravedad, un muerto en medio de la calle, o alguno que otro en los brazos de su amante de turno, por quien posiblemente se había iniciado la pelea.
Pero si la deuda a pagar iba más allá de una riña callejera, estaba el sicario del momento, un hombre al que apodaban “Pistoloco” quien asesinaba vestido de mujer, como todo un profesional y a quien al parecer, años después, abalearon en la silla de un parque. Esta es la historia de la violencia de un pueblo en particular y a la vez de todos los pueblos colombianos, que consumidos siempre por la ira y las sinrazones, arrastran una cadena de muertos a sus espaldas, un trauma difícil de superar, de olvidar y sobre todo casi imposibles de perdonar.
Las luces atraviesan el firmamento y la gente atónita, antes de percatarse de lo que en realidad sucede, miran como quien no entiende lo que pasa, un espectáculo de juegos pirotécnicos. En minutos, sin embargo, se advierte el verdadero origen de las luces. Se cierran puertas y ventanas para evitar las balas, mientras un policía le dice a una señora que mira la función en lo alto y que lleva a su pequeña hija de la mano por un andén, que la guerrilla se ha entrado y que debe protegerse.
Son las 9:30 de la noche del 15 de marzo del año 2000 y 30 hombres y mujeres del frente Cacique Calarcá de las FARC han iniciado una incursión, alterando la tranquilidad de este pequeño pueblo, de grandes montañas y de casas coloridas.
El Alto de la Cruz, un lugar muy visitado hoy por los turistas que vienen de todo el mundo, fue la puerta de entrada y de salida para estos actores armados. Alrededor de una hora duró el hostigamiento al comando de la policía, el que solo contaba con unos cuantos efectivos que resistieron con sus pistolas de dotación y fusiles Galil el largo enfrentamiento. Dos guerrilleros muertos al final de la noche, uno llevado por sus compañeros en un plástico negro, a hurtadillas, y el otro abandonado en la plaza principal frente al comando de la policía.
Armando García Fernández salió de su pueblo, Planadas, Tolima, a los diecisiete años, con rumbo desconocido y con el único propósito de buscar trabajo para brindar a su familia una vida digna. La pobreza había sido parte de su diario vivir, y seguramente sentía que algo mejor le aguardaba lejos de su tierra y de sus seres queridos, a los que no volvió a ver.
Ahora, con veinte años, Armando se encuentra bajo la sombra de un pino ciprés, en la plaza principal del pueblo, con la cara ensangrentada y destrozada, con un fusil, y un machete al cinto, con la sigla FARC- EP como único compañero. Una bala le atravesó el cráneo y marcó con una cicatriz de guerra al inmortal árbol, bajo el cual se sembraba ahora la muerte de un combatiente guerrillero que salió para buscar trabajo y encontró en su camino las filas de la violencia, una labor que muchos hombres y mujeres desempeñan con un futuro incierto y con la muerte plasmada sobre los hombros, ganándose el desprecio y el terror de quienes se cruzan en el camino.
En la morgue o la habitación que hacía sus veces de lugar de paso para los infortunados que de alguna u otra manera habían tenido su encuentro con la muerte, ubicado en el único cementerio del pueblo, los curiosos miraban por la pequeña ventana de aquella habitación al muerto; apoyándose en lo que fuera, incluso en los hombros de otro fisgón que quería ver “cómo quedó el muerto”.
Del muchacho, hasta ahora no se sabían nada, ni su nombre, ni de dónde venía, era en ese momento un NN, un difunto más. Más y más llegaban para mirar por aquella ventana al verdugo de la noche anterior.
¿Qué hacer con el muerto?, un NN más en este país lleno de desaparecidos y de cuerpos insepultos, de torturados, de guerrilleros, paramilitares y soldados muertos, de fosas comunes y de indiferencia a la desgracia ajena, qué hay de diferente.
Finalmente hay un nombre para el cuerpo, Armando y una familia que lo llora, próxima a llegar desde Planadas, en donde tuvieron que pedir dinero para venir a un pueblo del que no habían escuchado antes y en el que ahora, sin saberse cómo, se encontraba su hijo muerto, quien al final no había cumplido la promesa de sacarlos de la pobreza.
Más allá de las palabras, inesperadamente, se concretan las decisiones y el pueblo, posiblemente movido por la acción humana de perdonar y con el ruido de las balas aún en los oídos, reúne el dinero necesario para sepultar aquel cuerpo, porqué “cómo se va a dejar a ese muchacho ahí tirado”, dicen los habitantes.
Los insospechados voluntarios donan un ataúd y pagan los servicios fúnebres. El día del entierro reúnen dinero entre los asistentes, para que su padre y su madre puedan volver a su hogar. Otros los llevan a comer a sus casas, los sientan en su comedor y les ofrecen lo mejor que pueden darles, pues no son más ricos que ellos. Ponerse en el lugar de otro y mirar sin rencor es tarea difícil, pero grandes cosas se logran al hacerlo, como dar luz en medio de la violencia.
EL CIPRÉS
Erika Andrea Giraldo Franco

Tumba de Armando García en Salento Quindío.
Una lápida, también donada por la comunidad, en un pueblo ajeno a él, con su nombre y fecha de muerte, está en su tumba, con una flor pálida de plástico, puesta allí por alguien que no quiso verla tan sola y olvidada, como a menudo se olvidan las buenas acciones.
El pino ciprés es un árbol ornamental encontrado particularmente en jardines parques y cementerios, los Greco-Romanos lo veían como un símbolo de inmortalidad y hospitalidad, el pino que fue testigo mudo de la cara ensangrentada y destrozada de aquel hombre, ya no está, pero sigue siendo la sombra custodia del recuerdo inmortal de la hospitalidad de un pueblo que decidió ayudar a su verdugo después de levantarse como víctimas.
TEXTO Y FOTOGRAFÍA: ERIKA ANDREA GIRALDO FRANCO
Martes, 7 Junio 2016
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