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CRÓNICAS

LOS ENIGMAS DE LA BELLEZA

Andrea Orozco Escárraga

 

Hurgando en el baúl de los recuerdos, que por cierto emana un nostálgico olor ha guardado, encontré esas vivencias valiosas que casi a nadie le había contado. Sentada en una silla mecedora contemplando uno de esos atardeceres que después de tantos años recuerdo con agrado, me atreví a crear mi propio modelo de lo que es la verdadera belleza en mi vida.

Era 1996, para esa época el departamento del Quindío aún conservaba en todos sus municipios la  arquitectura de la colonización intacta. Más exactamente en Calarcá, al caminar por la calle se sentía uno como en el campo. El aire olía a naturaleza, y las casas tenían aleros en los andenes para que los caminantes pudieran mitigar los fuertes rayos del sol en días de verano y la lluvia en época de invierno. Solo bastaban dos años de vida, para dibujar con exactitud lo que muchos ya no recuerdan. Pero es que a veces, el mundo de la imaginación está escrito a través de metáforas.

 

Vivía en una casa grande, que tenía un patio lleno de árboles de cítricos adornado por animales domésticos que le daban vida a los matorrales que crecían alrededor de los cercos. El cantar de los gallos le daba la bienvenida al nuevo día. Ellos eran mi reloj despertador.

 

Mi rutina empezaba más o menos a las seis de la mañana. Me levantaba de la cama, tomaba ese delicioso líquido que cuando lo tomo en otro lugar me hace evocar recuerdos hermosos de mi familia materna (agua de panela).  Después recorría junto a mi hermano y algunas veces acompañados de dos primos, el patio solariego de mi casa. Era agradable sentir el olor a tierra mojada, el frío del aire vespertino rosar las mejillas, escuchar el dulce cantar de las aves mañaneras y ver como el sol aparecía lentamente desde el oriente dando una sensación de calor. Pero de vez en cuando en esos recorridos diarios , escuchaba comentarios un poco extraños para mí… ¡qué hermosas montañas!, y  ¿Dónde estaban las montañas?. Esa era mi pregunta frecuente en medio de tanta inocencia. Sin embargo callaba.

Durante el día hacía miles de cosas, me trepaba en los árboles de mandarina, jugaba con los perros, perseguía los gatos, observaba los patos en el agua de una pequeña bañera ubicada en un costado del patio, me gustaban las muñecas. También acostumbraba salir a la calle a jugar escondite, montaba patineta, corría incansable jugando a la lleva y guerra libertadora. Pues conocía tan bien el lugar que era imposible tropezar y caer. Pero entre tantas travesuras, siempre hay tiempo para hacer una pausa.

Recuerdo que por los meses de verano, más o menos entre junio y agosto, me gustaba observar los atardeceres; el color del cielo me llamaba mucho la atención. Ese azul intenso me llevaba a recordar el sonido del mar. Pero después, el firmamento se pintaba de un color naranja cuando el sol caía hacia el ocaso. Recuerdo que mi padre lo llamaba el sol de los venados, hasta hoy, es el recuerdo más fiel que tengo de una imagen. Pero no solo al verlo me causaba admiración, es imposible olvidar el sonido de las palomas revoloteando buscando el nido para dormir, y ya cuando la noche estaba a punto de arribar, quedaba en el aire un olor a naranjos  acogedor. Sin embargo hay sucesos inevitables que cambian la forma de ver la vida, y aunque seamos niños para comprenderlos, como diría Jorge Labat en su poema desiderata, “el mundo marcha como debiera”.

La mañana estaba soleada. Era un día del año 1999, los adultos estaban sentados alrededor de una pequeña zona verde, que rodeaba la nueva casa donde tuvimos que vivir por varios meses, después del gran sismo que sacudió la tierra, pero también nuestras vidas. Mientras tanto los niños corrían enérgicos entre los escombros y los vestigios de flores que allí quedaban. Yo, hacía parte del grupo, y como muchas veces lo hice, corrí de la mano de mi compañera inseparable, (mi prima). Pero de repente su mano se soltó de la mía de manera intencional, y me sentí desamparada, en un lugar desconocido, ¿Cómo es que de un momento a otro ya no podía correr?, pero es que la visión no me alcanzaba para tanto; me sentí forastera en mi propia tierra, y mientras intentaba recuperar de nuevo el sentido de la orientación escuchaba una voz infantil que me gritaba, “hágale que usted puede sola, o ¿es que no ve?”.

A partir de ahí supe que mi destino estaría siempre sujeto a dos líneas paralelas. La primera, era la de aquellas cosas que me prohibían hacer, y la segunda, esas que yo quería realizar. Así transcurrió mi niñez, entre el riesgo de lo “prohibido”, y la comodidad de la costumbre.

LA DANZA DE LA CLANDESTINIDAD

La música ha sido siempre otra de mis grandes facetas. Sentir el compás de un instrumento musical retumbando en los oídos, tararear a viva voz una canción, o llevar el ritmo de un son haciendo piruetas con el cuerpo me hacen sentir viva en el mundo del sonido.

Corría el año 2000, tenía escasos 5 años. Ya era tiempo de ingresar a la escuela, nunca se dijo que sería fácil. Pero después de todo, para nada imposible.

Llegué al kínder entre los meses de marzo y abril. El salón visto desde mi perspectiva, era muy grande, había muchos niños de mi misma edad sentados en unas sillitas plásticas de colores. Y en unos anaqueles, perfectamente ordenados había toda clase de juguetes. (Muñecos, carros, arma todo, balones, bloques de lego, etc.) Fue fascinante mi primer año de escuela, sobre todo porque fue ahí cuando empecé a probar mi espíritu aventurero.

Una mañana mientras me encontraba recibiendo clases de dibujo, en un pequeño salón ubicado en uno de los corredores principales que daban hacia la puerta de la escuela, escuché un sonido de guabinas y pasillos provenientes del patio, donde a esa hora mis compañeros de curso practicaban un baile llamado el chotis. Fue tal la curiosidad, que sin pedir el permiso que correspondía, me escabullí rápidamente y corrí hacia la parte trasera del patio de la escuela, de donde surgía tan estruendoso alboroto. Como pude me incluí entre el grupo de bailarines, al principio mis pasos fueron descoordinados y algo desacoplados con el equipo de baile. Pero el oído se afina como las guitarras, convirtiendo mis movimientos en un compás estético ante los ojos. Sin embargo, me dejaron claro que no podía ingresar a los ensayos, y que por ningún motivo participaría en la presentación del baile, durante las izadas de bandera y los concursos dentro y fuera de la institución.

Aún tenía muy corta edad para entender la decisión que habían tomado por mí. Pero al fin de cuentas para qué me servía saberlo, si solo me bastaba con querer ser como los otros niños, y demostrar al fin que para un espíritu inquieto no existen barreras. Entonces me puse a la tarea de memorizar cada uno de los pasos, durante los ensayos practicaba una y otra vez en la parte trasera del salón de baile, y cuando estaba reunida con mis amiguitas, les pedía que me enseñaran la lección del día, para después con el sonido de la música poder perfeccionar la coreografía. Pasaba tardes enteras dedicadas al baile, en la sala de la casa de mi amiga Angie se escuchaba todo tipo de música. Aprendí a bailar como Shaquira, intenté bailar joropo, perfeccioné el bambuco, y hasta me dio tiempo para bailar pasillo arriao al compás de un machete. Fueron muchas horas de dedicación, hasta que llegó el día; sabía que no pertenecía al grupo de danza, pero como toda niña, guardaba la ilusión de ser la escogida.

Ese día el cielo estaba despejado, había mucha alegría. Pero faltaba alguien. Como en todo grupo artístico hay un conductor que lleva el ritmo. Pero para mi fortuna nunca se hizo presente, dándome lugar a mí, con mis pasos de gigante, tantos meses bailando en secreto debían ser bien recompensados. No hubo mucho tiempo, ni siquiera me preguntaron si estaba lista, la misma señora que afirmaba había visto mi coreografía, me puso un vestido de chapolera, me recogió el cabello con una peinilla de flores y me llevó hasta la pista improvisada de baile.

La música comenzó a sonar en un viejo parlante, y mientras yo ejecutaba la danza con precisión, el público estaba mudo ante tanta belleza. Ese día no solo fue inolvidable para mí, también lo fue para la profe de danzas; nunca lo expresó abiertamente, pero su concepto de estética había cambiado. A partir de entonces rompió el enigma de belleza materialista y superficial. Del cual yo me sentiría prisionera muchos años después.

En medio de aplausos, abrazos y muchas fotografías de las que no me quedó ni el recuerdo, hice del baile una victoria, al fin podía ser visible ante el mundo. La clandestinidad era cosa del pasado. Recuerdo aquella vez en la Casa de la Cultura calarqueña, todo estaba listo para iniciar la función. Pero yo, aún teniendo en mi memoria el recital de danza, tuve que esperar sentada junto a mi vestido de chapolera, que la presentación se realizara sin mí, porque: “La niña es incapaz, es mejor evitar una equivocación, para ella las danzas solo deben ser una clase de más”.

EL ARTE DE APRENDER

La niñez es descrita como la etapa angelical e inocente de todo ser humano. Pero hay cosas que aun siendo inocente, hay que comprenderlas para sobrellevarlas. Ahora estaba sentada en un pupitre de madera, sobre la mesa reposaba un libro lleno de muchos puntos que se asemejaban entre sí. Y un poco a la derecha, en un pequeño estuche de hule, estaba una regla especial en su forma; tenía muchos cajoncitos que formaban figuras cuadradas a la vista, y se podía abrir de lado a lado para introducirse en una hoja de papel. Y por último la regla venía acompañada de un pequeño objeto redondo, hecho en madera adornado con un fino apuntador en la parte más delgada del lápiz.

 

No eran más que una pizarra y un punzón, material didáctico que me permitía ejecutar el arte de escribir. Cómo olvidar el sonido que producía ese apuntador introduciéndose entre los cajetines de la pizarra, me transportaba hacia mi hogar, alguna vez lo había escuchado en el cuarto de mi madre, cuando escribía un número telefónico en una agenda de papel bond, que ella misma había construido para no perder sus notas; me gustaba observar todo a través del tacto, y ese día descubrí que habían muchas formas de comunicarse. Sin embargo, acostumbrarme a estos dos compañeros inseparables no fue para nada fácil, me aferré como nunca a los lápices, pinceles y cuadernos, porque sabía que así nadie me preguntaría porqué escribía de otra manera, o por qué no podía dibujar los animales que la maestra plasmaba en el tablero.

Pero como el ser humano es un animal de costumbre, con el tiempo, saber braille se me convirtió en algo divertido, era la sensación de la escuela, todos tenían curiosidad por conocer esos objetos que hacían magia en el papel, y transformaban según ellos la textura lisa de una hoja, en un jeroglífico lleno de relieves incomprensibles para el tacto de muchos.

Son muchos los detalles que puedo contar de mi infancia, pero para hacerlo debo escribir un libro, porque el mundo visto a través de la ceguera es como una caja de pandora, lleno de sorpresas.

LIBERTAD, LUCHA Y DESAFÍO

Ser niña ciega para mí era una lucha constante. Mientras estaba en mi casa, podía moverme con libertad absoluta, no era cosa del otro mundo abordar una bicicleta, jugar al tintín corre corre, y volar cometas en los meses de verano, en las canchas cercanas a mi barrio, ubicado en la avenida Colón del municipio de Calarcá. Pero la vida de escuela es toda una travesía.

 

Durante mis primeros años de estudio tuve que cargar el peso de la violencia escolar, (bullying). Los niños me golpeaban, insultaban y hasta me hacían a un lado. Pero mi espíritu aguerrido encontró como siempre la solución perfecta, quizás no era la apropiada, pero sí la única.

 

Aprendí técnicas de defensa personal con mis únicos amiguitos de colegio, que por cierto eran dos niños algo más grandes que yo, y que tenían fama de buscapleitos. Solo había pasado un mes, y ya era reconocida en el colegio, me gané a pulso el respeto de mis compañeros. Me convertí en una experta rompiendo las reglas. Era una de las niñas más inquietas de toda la primaria, del colegio segundo Henao de Calarcá, fui talentosa en el canto, el teatro, el baile y el modelaje. Pero también era bastante creativa para hacer travesuras, logré poner muchas veces en jaque a las directivas del colegio. Demostrando una vez más que las verdaderas limitaciones, solo estaban en la mente de aquellas personas que quisieron detenerme.

Mi rutina estudiantil comenzaba siempre a las siete de la mañana, mi padre me dejaba en la puerta de la escuela y se dirigía hacia su trabajo. Yo, como todos mis compañeros, ingresaba al salón de clases, hacía las tareas que correspondían al profesor asignado. Pero detestaba dedicarme solo a estudiar, muchas veces me escapé del colegio, fui al parque infantil para liberar tenciones y volvía como si nada.

Corría de un lado a otro, hablaba con todo el mundo, hacía todo lo que puede hacer una niña de esa edad, pero era extremadamente inquieta, no lo hacía tanto por gusto, más bien, esa era una buena forma para no sentirme cohibida, muchas veces escuché reproches por no ser aplacada y tranquila. Inclusive mis profesores, llenos de una ignorancia fatal, llegaron a compararme con un niño, por mi manera de comportarme; tal vez porque no les cabía en la cabeza, que una niña ciega pudiera saber girar un trompo, jugar fútbol, o tener una inclinación descomunal por los carros de carreras, las novelas policiacas, las canicas y las armas de juguete. Generalmente mis compañeros de juego eran hombres, tenía muy pocas amigas mujeres, porque nunca quise ser débil como ellas. Los hombres en cambio me enseñaron a ser valiente, independiente, sagaz, ágil y decidida. Virtudes que me servirían después, para enfrentarme a la oscuridad de sentirme prisionera de mí misma, de mi vanidad, de un enigma que me había perseguido siempre. Pero que en la adolescencia de toda mujer parecida a mí, se convierte en un fantasma que vigila imponente, muros construidos a base de frustraciones y complejos.

LA PRISIÓN

Tenía 11 años cuando ingresé a la secundaria, todo pasó muy rápido. Pero las cosas comenzaron a cambiar para mí. Mis compañeras de clase y mis amigas de toda la vida, llevaban espejos, se aplicaban labiales, sombras y pestañina. También se depilaban las cejas y casi todo el tiempo se tomaban fotos. Poco tiempo después entraron en la moda del “novio de manita sudada”,  como lo llamaban ellas, inventaban coreografías de canciones para atraer a los niños más grandes, y nunca dejaban el espejo a un lado, eran obsesionadas por ellos. Mientras tanto, en medio de la vanidad estaba yo.

 

Ellas empezaban a vivir un cuento de princesas, en cambio para mí, esta era la escalada más complicada de mi vida. Ya había cumplido los 12 años, cuando me llamaron a la oficina de la maestra, que apoyaba los procesos de integración social en mi colegio. Me entregó un bastón plegable, y me dijo que todos los alumnos ciegos de la institución, recibiríamos clases de orientación y movilidad, para no depender de nadie y que pudiéramos aprender a utilizar el bastón de manera adecuada. Después de todo no era tan mala la idea. Pero, ¿por qué tenía que ser yo?, ¡Si nadie más tenía que usarlo! Entonces el rechazo fue inmediato.

Las clases siempre eran en las horas de la tarde. Allí asistíamos mi hermano, mi mejor amiga, otro compañero de colegio y yo. Nos daban cátedra sobre el uso del bastón y sus beneficios, hasta que un día, nos llevaron a la calle.

Mientras caminaba, sabía que mucha gente me observaba. Creí falsamente en un desprecio que no existía, y convertí a ese amigo tan leal y silencioso, que me prometía una y otra vez liberarme de toda cadena, en mi peor enemigo.

Fueron aproximadamente seis años girando al rededor del mismo círculo vicioso. Mi único boleto de libertad, era poder ingresar algún día al centro de rehabilitación para ciegos (Crac). Pero esa ilusión para mí era casi inalcanzable, pues el instituto estaba en la ciudad de Bogotá, y los recursos económicos no eran suficientes, si apenas alcanzaban para vivir, era demasiado.

Mientras tanto seguía atrapada entre mis complejos. Decidí guardar el bastón y solo utilizarlo para lo que yo consideraba “momentos urgentes”. Me volví totalmente dependiente de mis amigas y de sus novios, empecé a sentir miedo de lo desconocido, después de que jamás había sufrido por eso. Empecé a buscar culpables de frustraciones que inventé, para darle más fuerza a la vanidad de la juventud.

Me preguntaba una y otra vez, porqué todas hablaban de noviazgos, revistas, maquillaje, etc., y yo no podía hacer lo mismo. Pero no era que no se pudiera, sencillamente, me había quedado atrapada entre los barrotes de mis ideales equivocados sobre la vida, y había olvidado que mi esencia aventurera, estaba en ese bastón que permanecía apoyado en una mesa de madera, esperando a que yo misma decidiera liberarme de la cárcel que había construido. Dice una canción, que, “tarde o temprano algún sueño se cumple”. Y a finales del 2014 comenzaría a reconstruir los míos.

 

Una tarde estando sentada en la sala conectando sentidos de la biblioteca municipal de Armenia, recibimos una noticia que nos llenó a muchos de alegría. El Centro de Rehabilitación para Adultos Ciegos (Crac), se había descentralizado, permitiendo que personas de diferentes regiones del país, tuvieran acceso a los servicios de rehabilitación que prestaba. El único requisito que se requería, era la intermediación de una asociación avalada por los entes gubernamentales, para realizar un convenio que beneficiara a usuarios, que por falta de recursos económicos no pudieran desplazarse hasta la ciudad de Bogotá, para recibir un proceso de rehabilitación integral. Sin duda era una oportunidad que no podíamos dejar escapar, he inmediatamente hicimos las gestiones correspondientes.

 

Los representantes de la asociación (Asolidequín), procedieron como era debido, y el mes de mayo del año 2015 vimos realizado un sueño, que para muchos de nosotros era imposible. Pertenecíamos al CRAC, un nombre que significaba mucho para mí, pues sabía que este era mi boleto hacia la libertad que tanto anhelaba, y que había dejado atrás hacía mucho tiempo.

El Centro de Rehabilitación para ciegos (CRAC), es una institución sin ánimo de lucro ubicada en la ciudad de Bogotá, tiene más de 50 años de existencia, brindando proceso de rehabilitación integral a personas con discapacidad visual. Presta servicios de salud visual, y rehabilita a personas mayores de 18 años en técnicas de la vida diaria (TVD), orientación y movilidad, sistema braille, técnicas de escritura y firma, manejo de artefactos informáticos (computador, celular) y presta servicio de psicología, para acompañar a nivel emocional el proceso de rehabilitación integral.

 

Recuerdo que el 2 de junio del año pasado, llegué con muchas expectativas a la reunión de inauguración del convenio. Ese día nos inscribieron en un libro, y nos dieron una cita para evaluar nuestras capacidades, en un encuentro individual con la instructora, que nos asignó el instituto para acompañar el proceso. Nadie puede describir la felicidad que me invadía, no sabía que los enigmas, esos que me atormentaron tantas veces, surgirían fortalecidos durante la rehabilitación.

Una semana después, cumplí la cita a la hora pactada, el reloj marcó las dos, la puerta de vidrio de la biblioteca se abrió para mí, y un poco apurada pensando que el tiempo había jugado en contra mía, entré tímidamente en la oficina improvisada, que habían dispuesto para la instructora, y comencé a responder las preguntas del cuestionario, para definir en qué actividades debía ser capacitada. Al final se decidió que mis grandes falencias, era la orientación y movilidad, y las técnicas de la vida diaria, complementadas con el servicio de psicología.

 

Eran casi las seis de la tarde cuando abandoné el recinto, acompañada de mi hermano y una  amiga que había conocido hacía poco. Tenía muchos sueños por cumplir, y ahí, tras la puerta de vidrio y junto a ese bastón que nunca me abandonaba, estaban mis ansias de volver a ser yo, la mujer con alas de águila.

 

Tuve que esperar un mes completo para recibir la llamada del millón, ya había perdido la esperanza, llegué a pensar que me habían hecho a un lado, después de ser yo quien impulsara a muchos para ingresar al instituto. Pero todo estaba bajo control, y por fin llegó el día de probar suerte.

 

Mi primer día de clases fue algo tranquilo, llegué a la biblioteca dos horas antes de la sesión, porque era tal la curiosidad, que no soporté la ansiedad y decidí salir de mi casa antes de lo acordado. Las clases se dictaban generalmente en un pequeño espacio situado cerca de la entrada principal de la biblioteca. Estaba dotado con tres sillas plásticas y un escritorio de madera, en el cual siempre había material didáctico perfectamente ordenado.

 

Allí en esos salones improvisados, aprendí a manejar el maquillaje, actividad que en algún momento de mi vida consideré imposible. Practiqué arreglo de uñas, pegué botones y enhebré agujas, y entre tantas otras cosas, tuve clases de cocina, arreglo de casa, aplanchado de prendas, y un sinfín de actividades que hacen parte de un proceso para generar total independencia.

 

Pero el verdadero problema no estaba ahí, lo que más me ilusionaba era el hecho de poder ser independiente en mi movilidad. Sin embargo, fue lo más complicado de superar, a pesar de que ya había tenido la oportunidad de asistir a un centro de educación superior como el Sena, a realizar un tecnólogo en Comunicación Comercial. Pero como siempre, apoyada en alguien que me brindaba su mano. Ahora estaba comenzando mi vida profesional como estudiante de comunicación social, y aunque no lo quisiera aceptar en el momento, era necesario aprender a ser independiente, porque la vida no se detiene y las oportunidades se van como el viento. Entonces llegué a mi primera clase de movilidad y los monstruos comenzaron a proyectarse en mi mente como una película de terror.

El reloj de mi celular marcaba las ocho y media de la mañana. Mientras tanto la instructora, me explicaba el recorrido que debía realizar para crearme un mapa mental de la ciudad de Armenia, yo escuchaba atentamente, pero la ansiedad y los nervios me estaban consumiendo. Caminé lentamente hacia la puerta y bajé las escaleras que conducen hacia la parte posterior de la biblioteca. A mi izquierda estaba la calle 20, a mi derecha la calle 19, y frente a mí, la carrera 13 por la cual debía cruzar para llegar en sentido occidental hacia la carrera 14, para tomar como referente el sur hasta llegar al parque Uribe. Pero ni siquiera pude llegar hasta la peatonal de la carrera 14, otra vez la vanidad me había ganado la batalla, preferí soltar a mi compañero leal y silencioso, para sentarme a llorar en un andén frío y solitario. Llorar como nunca por algo que solo existía en mi mente, aún sabiendo que eran solo estereotipos que nos empujan como sociedad a idealizar estéticamente a una persona.

 

Media hora después, fui llevada por mi instructora al consultorio de nuestro psicólogo de cabecera. Sé que nunca podré mirarme a un espejo. Pero lágrimas en un rostro desconsolado, esa sí es la muestra fiel de la fealdad de la que siempre quise escapar.

 

Fueron 6 meses de lucha constante, recorriendo un camino arduo pero que al final fue recompensado. Las calles de Armenia fueron testigos de mis nervios, de aquellos miedos que me hacían flaquear; muchas veces estuve a punto de renunciar. Pero poco a poco volvió la gallardía que me caracterizó siempre, regresó esa esencia liberal y temeraria que me hacían auténtica, dejando atrás un fantasma que me había robado las alas por tanto tiempo.

 

Durante las sesiones de psicología, expresaba sentimientos a través del arte. La pintura y la música hicieron parte de una terapia, que me liberó totalmente de esas cadenas que yo misma había inventado. Mientras hacía catarsis con el psicólogo, dibujaba en un pedazo de cartulina mariposas, aves, o animales de grandes pisadas como el tigre o el león, para representar cuán grande podía llegar a ser si me lo proponía. También pinté de colores el amor, el odio, la tristeza, el miedo y la osadía. Convirtiéndose el arte en la mejor manera para superar un enigma, que me había transformado el mundo en una celda. Después de todo, era completamente libre, ahora estaba llorando, llorando como nunca, pero de alegría, una felicidad infinita casi indescriptible. Era el día de la clausura.

 

El lugar estaba atiborrado de familia, amigos, y beneficiarios del instituto. Ese día todos recibimos un diploma para finalizar el proceso, había culminado con éxito esta etapa de mi vida, segura de que a partir de entonces no sería un infortunio ser ciega, por el contrario, Cuando el mundo se percibe desde la ceguera deja de ser simple como el ojo humano.

 

Ahora, siempre que tomo el transporte que me conduce hacia la universidad, espero que algo ocurra, pero estoy segura que lo tomaré con tranquilidad. No es cosa del otro mundo sufrir un accidente, como una caída, golpearse inesperadamente con algún obstáculo de los tantos que hay en la calle, al fin de cuentas, si quienes dicen ver como las águilas tienen ese tipo de tropiezos, ¿Por qué no me puede pasar a mí? La ceguera es un duelo que se debe superar todos los días. Recuerdo esos días de depresión cuando mi bastón  se convertía en mi enemigo, y ahora pienso con ironía, ¡de cuantas cosas dejamos de disfrutar por no querer aceptar algo que es tan nuestro!.

Muchas veces me pregunté ¿por qué yo tenía que utilizar un bastón para ser independiente?, pero ahora mis preguntas son otras. ¿Porqué las personas no se ubican por direcciones al igual que yo?, o ¿porqué son tan incapaces de ubicar un lugar por el suave olor que se escapa de él?, no saben escuchar indicaciones y tienen un pésimo sentido de la orientación cuando se trata de puntos cardinales, les parece extrañísimo cuando mis compañeros y yo hablamos de los andenes orientales, las esquinas suroccidentales, o cuando decimos algo como, “allá donde huele a café, ahí nos encontramos”.

 

Siempre en conversaciones casuales, llegamos a este tipo de temas, y aunque sea algo que para muchos es insignificante, yo siempre le recuerdo a mis amigos periodistas que la agudeza perceptiva no está en los ojos, que quien no desarrolla sus cinco sentidos, desperdicia casi el noventa por ciento de sus sensaciones, esperando encontrar en la visión el sentido completo de la vida.

 

Todos los días al caminar por la calle, me encuentro con muchos tipos de personas, hay quienes saben que nosotros las personas físicamente ciegas, necesitamos permanentemente de una colaboración, para cruzar una calle o ubicar una dirección. Otras tienen enigmas errados sobre nosotros, y se quedaron prisioneros en un estereotipo ignorante infundado en la sociedad, ese pensamiento herrado de que si no ve, no oye y mucho menos entiende.

 

Pero también están esos a los que pertenece la mayoría de la gente, a los que se les pasa la vida de manera inadvertida. Casi siempre que salgo a la calle, debo de caminar prevenida porque siempre he de encontrarme con aquellos despistados que se tropiezan conmigo, me golpean el bastón, o en el peor de los casos, me lo destruyen simplemente por no mirar.

 

La vida de un ciego es como un libro que no termina de escribirse nunca, todos los días se vive una historia distinta, porque vivir dentro de una sociedad ciega por sus ideales errados sobre las capacidades diferentes no es para nada fácil

 

El mundo está lleno de ciegos que dicen ver. El hombre  ha olvidado que los sentidos están hechos para explotarlos, no hay nada más hermoso que reconocer un lugar por su olor, o enamorarse de un hombre por la forma de hablar y su cálida voz, saborear un buen plato sin juzgar su apariencia, o tal vez deleitarse una tarde de fin de semana sintiendo en las manos el suave roce de las flores, y sumergir sin miedo los pies en el agua del río para sentir en la piel el contacto de la naturaleza.

 

Ahora cada que puedo, me paro al frente del espejo, aunque no pueda verla, sé que mi imagen está ahí y pienso. “Cuanta belleza puede esconderse detrás de una gran estampa”.

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Martes, 7 Junio 2016

TEXTO: JENNY ANDREA OROZCO ESCÁRRAGA

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