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El bar,  un sitio de luces tenues, de humo en el aire, ruidos de la gente que entra y sale, ambientado con peleas que a veces terminaban con los contradictores políticos sentados en la misma mesa tomándose unos tragos. Ese bar, cuya atmosfera estaba marcada por un olor fuerte causado por el cigarrillo, el alcohol y las aperturas constantes del baño de caballeros. En el centro del recinto, al lado de la barra, los compañeros más allegados a Parrado lo esperaban como todos los viernes para iniciar lo que iba a ser el comienzo de un fin de semana lleno de música bohemia, tangos, mujeres y aguardiente.

Pedro Parrado llega al bar, saluda a sus amigos y a la chica de turno pero antes de sentarse recibe una noticia que lo dejó de una sola pieza.

“Me dicen mis supuestos amigos, mire ese tipo que está parado en la barra dando la espalda, pues ese perro es un rojo y dicen las malas lenguas que lo quiere matar esta noche... Imagínese uno con la zozobra que mantiene y que los compañeros le suelten a uno esa perla.”

Él solamente se sentó y a lo suyo. Aguardiente tras aguardiente se sentía cada vez más paranoico, no se movía de su silla apenas y cruzaba palabras con sus compañeros. Después de unas horas en la mesa Pedro Parrado sintió la necesidad de ir al baño…

La mesa y el baño, solo separados por unos pocos metros, esa corta distancia se le hizo eterna Parrado, sentía sus pasos en el aire, que no llegaba a su destino, que no era fructífera su caminata. En el baño, mirándose al espejo, remojando su rostro una y otra vez, tratando de mirarse a los ojos en la rojiza habitación y haciéndose mil preguntas, logra ver a través del empañado reflejo al tipo que sus amigos le habían indicado, entrando a esa diminuto habitáculo de luz roja, como su supuesto color ideológico, mientras se acaricia el cinto de su pantalón. Parrado, en una especie de acto reflejo, saca su revólver y le atina cuatro fatales disparos.

En su celda aún no tiene la certeza si de verdad aquel tipo era quién él creía, si de verdad merece ese castigo, si de verdad los diecisiete años que le esperan son justos. Pedro Parrado tiene muchos interrogantes que le resultan sospechosos, la única convicción es que solamente son preguntas, las cuales allí encerrado en esa cárcel de máxima seguridad no les podrá dar respuesta.

Uno de sus conocidos de lucha política fue testigo en aquel baño de lo sucedido entre el azul y el supuesto rojo. Parrado en su desesperación vio en él una opción para negociar con la justicia. “Yo le pregunté a él que si testificaba a favor mío en el juicio, que si decía que todo lo sucedido fue en defensa propia, él me dijo que sí pero a cambio de una suma de dinero. Como pude se los pagué y todo quedó cuadrado… Me tragué diecisiete años señor, diecisiete”.

Pensando si de verdad valió la pena esa decisión que lo privó de su libertad, si de verdad aquel sujeto era quién él pensaba, si de verdad merece estar dónde está. Mientras escucha a Julio Jaramillo, una voz le trae recuerdos del bar de la esquina de la plaza central, una voz que hacía mucho tiempo no escuchaba, una voz que lo hace reflexionar sobre su vida, una vida que Pedro Parrado ya creía perdida.

En la cárcel, su hogar Pedro Parrado piensa en demasiadas cosas, recuerda cómo un compañero suyo de “residencia” murió tratando de escapar de la Isla de Gorgona (la isla donde estaba construida la prisión). “Los guardias nos gritaban: los que estén aburridos en este hotel, bien puedan vuélense. Claro, como la única salida era por un callejón estrechísimo electrificado por ambos lados y la salida daba al mar…”

El negro, con quien Pedro Parrado solía conversar, estaba cansado de su situación en aquella prisión y en cierta ocasión a eso de las dos de la mañana como pudo salió de su celda, busco una forma de salir al patio tratando de escapar, pero antes de llegar a la puerta que lo llevaría a la libertad se encontró un obstáculo. Los guardias como sospechando merodeaban cerca del escondite de  El Negro, una pequeña y húmeda abertura donde él se encontraba sudoroso, tal vez por el miedo, la adrenalina o el esfuerzo físico…

Como oliendo el miedo, los guardias cada vez se acercaban más a su escondite, pasaban de aquí para allá, se paraban muy cerca de él, jadeo tras jadeo se hacía más grande su angustia y el sudor se hacía más abundante. El Negro como en un ataque de ansiedad salió de su guarida diciéndole a los guardias que ya no que no soportaba más, que ya lo habían pillado, que ya lo llevaran a su celda…

Los guardias encontraron un preso al que no estaban buscando, y le preguntaron qué estaba haciendo allí, que cuáles eran sus intenciones, El Negro derrotado aceptó que se quería escapar, los guardias en un ataque de “bondad” le permitieron salir por el callejón “hágale mijo si se va a volar, váyase por ahí… dele”. Al otro día a las siete de la mañana un grupo de presos miraban algo cerca del mítico callejón, Pedro Parrado se acercó y para su sorpresa El Negro estaba con las palmas de sus manos y las plantas de los pies reventadas. Más chamuscado de lo normal y tendido en el suelo, nuevamente los guardias, en un ataque de autoridad se dirigieron a los presos para decirles: “A la próxima que se quieran volar nos dicen y ya nosotros les damos permiso”.

Suena otra canción de uno de sus cantantes favoritos en su celda, esta vez Carlos Gardel, quien lo transporta hasta su pueblo natal, que aunque estuvo fuertemente azotado por la guerra bipartidista, también fue un lugar lleno de bonitas remembranzas, recuerda la plaza principal llena de señores con poncho, carriel y sombrero, y Pedro Parrado mirándolos con admiración hablar de política y de los malos que son los liberales, todo esto hizo eco en la mente de él, quien siempre pensó en los conservadores como la mejor opción para el país.

En su adolescencia siempre vio como una buena opción pertenecer a las fuerzas armadas y fue policía alrededor de diez años con su azul ideología presente. Siempre llevó por bandera a Dios y a su patria, nada le importaba más que eso y se hizo miembro activo del partido conservador. Se sintió así una autoridad importante en su pueblo que a su parecer lo vería como una persona de bien.

Enfrentamiento tras enfrentamiento su odio hacia el partido liberal se hizo cada vez mayor, aún cuando nunca fuera herido de gravedad por los rojos. Mientras tuviera al lado a sus compañeros de lucha todo era “honor” y poder, se paseaban orgullosos  por la plaza central y todo el pueblo, pero cuando estaba solo la situación cambiaba, su única compañera era su arma, el mayor temor, ser sorprendido por la espalda, el temor rojo se volvió indeseable en sus momentos de soledad.

 “Lo que yo más extrañaba en la prisión era salir a caminar con los compañeros de causa, sentir cómo nos miraba la gente, de la manera que nos respetaban, que cuando llegábamos al bar la sola presencia de nosotros era símbolo de honor y las mujeres más hermosas se nos acercaban sin ni siquiera decirles nada. Sobre todo extrañaba  la tranquilidad de no sentirme una posible víctima azul. En la cárcel tan solitario no me sentía tan seguro como en mis días de gloria al lado de mis supuestos amigos”.

“Senderito de amor”, ¡esa canción!… Cada que sonaba en el viejo radio, que consiguió por debajo de cuerda con El Negro después de dos años encerrado en la prisión, el cual cogía solo una o con suerte dos emisoras, era su escape de la realidad y lo transportaba al lugar más feliz del mundo… Su pasado, lo transportaba a ese lugar que lo hacía olvidar de que llevar a cuestas una carga política en esa época era llevar una cruz en la espalda, estar prácticamente estar sentenciado a muerte. EL bar de la esquina de la plaza central, ese lugar que entre música bohemia, olor a cigarrillo, las risas de las chicas, el sabor y el olor del aguardiente los hacía sentir plenos y llenos de tranquilidad, tal vez por la ebriedad  pero para ellos era como su sede principal.

Lo que más lo tranquilizaba en su celda era la música que salía de su radio, cuando no, el fantasma rojo lo proseguía, sentía que cualquier compañero de “hotel” le iba a cobrar una deuda pendiente, una deuda que él sentía que no era justa, una deuda que aún lo persigue. “Pero yo no solamente sentí eso en la cárcel, también cuando estaba en la labor conservadora, uno vive muy azarado, claro, mientras se está en la causa no se es una santa paloma, cualquiera puede ser el asesino de uno”.

EL PRECIO DEL COLOR AZUL

Maycol Esteban Pérez Suárez

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Martes, 7 Junio 2016

TEXTO: MAYCOL ESTEBAN PÉREZ SUÁREZ

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