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Pensamos en la muerte como algo perteneciente al futuro, la vemos como “eso” que sucederá en un tiempo lejano, sin recapacitar que podría llegarnos en cualquier momento… quizá en un par de días u horas. Mientras algunos, por no decir la mayoría le tememos a la muerte, unos otros le ven como una parte de la naturaleza del vivir, como un estado del ser al que no se le debe huir, es simplemente la realidad.

Antonio Morales no imaginó que al aceptar el trabajo de sepulturero a sus 22 años, pasaría el resto de sus días de vida, ocho horas diarias y seis de los siete días de la semana, entre seres que ya están en el “descanso eterno” en el cementerio Jardines de Armenia. Con 50 años, ya notorios en las marcas de su rostro, sus manos sucias y con callos que prometen no desaparecer, Antonio habla de aquellos primeros días laborales, que para él, parecían pesadillas.

 “La primera vez que me tocó inhumar a alguien, no puede contener mis lágrimas, ver los rostros demacrados de los familiares de Jose Alberto Olguín, sus gritos y ganas de ser sepultados junto con él, causaron en mi tristeza y dolor. Era algo extraño para mí, pues no estaba sepultando,  ni presenciando el entierro de un ser querido mío, pero sentí una gran impotencia al darme cuenta que yo tenía que hacer la labor que nadie más en esos tres metros cuadrados quería realizar. Por mi cabeza pasaban pensamientos como el que gracias a mí no volverían a ver al señor Jose y que tener el valor de dar la primera palada de tierra para después tirarla encima del féretro me costaría mucho; no sé cómo lo hice, pero tengo claro que fue gracias a un compañero, quien me dijo -A esto se acostumbra, en un par de semanitas le va a dar igual-”.

Las tales “semanitas” pasaron y le tomó más que unos meses poder medio acostumbrarse a ello, lo duro fue que al llevar ya seis meses de trabajo tuvo que hacer lo que más temía, porque sabía que en ese instante el valor y coraje no tendrían lugar alguno. Sí, sepultar a una bebé de tan sólo tres días de nacida, le costó mucho más que la primera palada de tierra en su labor. “Ese momento lo recuerdo mucho, aun hoy 28 años después”.

Como la bebé no pudo ser bautizada antes de morir y los padres eran católicos, decidieron llevar a un sacerdote al cementerio para que antes de ser inhumada pudiera recibir la bendición de Dios. En ese momento los padres no dejaban de pronunciar el nombre Ana Lucía con un sufrimiento que no tenía cura alguna. Le decían palabras como que ella iba a ser siempre el amor de sus vidas, y que la llevarían con ellos en todo momento.

Por mi parte, ver como una caja de madera de tan sólo  80 cm x 40 cm, contenía en su interior a un angelito, me hizo perder la postura fuerte que había recobrado hasta ese entonces y una  vez más tuve que llevar a cabo la inhumación con lágrimas en los ojos y sintiendo bien feo por dentro, recuerda Antonio.

DE UN HOMBRE QUE MIRA A LA MUERTE A LOS OJOS

Andrea Arango Botina

Las tareas de un sepulturero como Antonio son: recibir y conducir al cadáver hasta el punto de inhumación, la cual también es realizada por él, cuidar el aseo del lugar, cuidar de las plantas, podar el terreno, retirar de las lápidas las flores que se encuentren en mal estado y realizar exhumaciones; ésta última, la más escalofriante de todas para una persona del común.

Las exhumaciones son una de las tareas más difíciles de realizar. Para esto, se cuenta con un traje especial de protección, guantes, una mascarilla y gafas protectoras, así como de las herramientas necesarias para llegar hasta el punto donde están los restos, los cuales deben ser depositados en una bolsa negra para luego ser conducidos hasta el osario o como en muchos otros casos, a la  fosa común. Cuatro años es el tiempo estipulado para la exhumación de los restos en la ciudad de Armenia, muchos de ellos  no alcanzan a descomponerse, por lo que toca volver a enterrarlos, siempre y cuando la familia pague el tiempo extra de alquiler del hueco o sean propietarios, de lo contrario los restos van a parar a la fosa común.

 “En muchas oportunidades los familiares se hacen los fuertes antes de presenciar la exhumación de su ser querido, pero en el momento en que ven el ataúd en mal estado, la ropa desgastada, un poco tostada y sucia y los restos de un color café claro, empiezan a llorar peor que cuando los enterraron; muchas de las mujeres se desmayan y otros se retiran rápidamente, al parecer las fuerzas se les quedan en ganas y es comprensible, no están acostumbrados a ver ese tipo de cosas”.

Acostumbrarse al trabajo de sepulturero le costó mucho a Antonio, dice que al comienzo era muy tenebroso tener que escuchar como algo bajo la tierra sonaba mientras podaba los terrenos o hacia limpieza de las lápidas, pero que al hablar de esto con sus compañeros se enteró que se trataba de algunos cuerpos en descomposición. No a todos los organismos les sucede esto, sólo revientan aquellos que se inflan mucho a causa de los gases y quedan comprimidos dentro del ataúd, lo que ocasiona que el cuerpo en descomposición no aguante la presión que están generando estos gases. Es un sonido seco, es como si se tirara un ladrillo al agua con mucha fuerza y sucede aproximadamente a las tres semanas de sepultado el cuerpo.

La última vez que Antonio presenció el entierro de un familiar, fue hace cinco años, cuando un infarto acabó con la vida de su hermano, tres años mayor que él. Al entierro asistió toda la familia Morales, quienes con gran dolor emocional, sepultaron en la etapa 7 del cementerio Jardines a Miguel Morales.

Quien creyera que la actitud de Antonio fue la más extraña para la ocasión, pues no hubo lágrimas, su cuerpo no respondía al sufrimiento de la eventual muerte de su hermano, como bien dicen por ahí, sólo hizo acto de presencia. “Yo me aterré por unos segundos cuando me dijeron que mi hermano había muerto, pero lo tome de una manera calmada, no pensé en el hecho de que no lo iba a volver a ver, simplemente me dije: ya se fue a descansar, para allá vamos todos desde que estemos vivos”.

“Toño” como le dicen sus compañeros,  lleva a cuesta las miles de historias que le ha mostrado el desempeñar por 28 años la labor de sepulturero. Dice que en la semana puede inhumar unas tres o cuatro personas, ya que junto con él hay 15 sepultureros más. Que no le teme a la muerte porque es con ella con la que trabaja.

TEXTO: ANDREA ARANGO BOTINA 

Martes, 7 Junio 2016

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