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La amenaza de lo Monstruoso

Por: Juan Manuel Acevedo Carvajal[1]

 

Lo monstruoso nos fascina y atrae porque nos inquieta,

nos tienta y nos obliga a salir de lo cotidiano y banal.

                                                                          Lascault. 

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     El tiempo de los asesinos, como fue llamado por Rimbaud el siglo XIX, trajo consigo innumerables cambios de tipo estético que se vieron reflejados en las figuras marginales de Baudelaire, los locos de Poe y de Maupassant, los idiotas de Nodier y los personajes implacables y sin escrúpulos de Dostoievski y Gógol. Toda la tradición grotesca logró sincretizarse en el concepto moderno de monstruo, que más que la deformidad romántica representó lo desconocido e inquietante, lo extraño e inhumano.

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     Así, lo monstruoso se presentó como la categoría que enfrentaba las leyes de la normalidad y traspasaba las reglas naturales, sociales y psicológicas. En este sentido, las figuras monstruosas fueron las manifestaciones de lo reprimido por los esquemas de la cultura dominante y las huellas de lo no dicho y lo no mostrado de la sociedad. En la etimología misma del término monstruo, se encontraba el hecho de su muestra más allá de la norma (monstrum) y a la vez, una cierta misteriosidad causada por el hecho de que su existencia hacía referencia a una admonición oculta de la naturaleza (monitum).

   

 La moral y el bien social de este tiempo no pudieron pactar con los seres monstruosos, porque representaban lo otro, lo diferente, y cualquier aceptación de lo pérfido obligaba a modificar la universalidad de la ley en el concepto de orden. Fernando Savater plantea este problema en los siguientes términos: “El monstruo no es más que la monstruosidad del orden que le segrega, pero debe ser presentado por éste como el infractor de la ley, y su exilio vergonzoso como merecido castigo. La íntima y secreta zozobra que corroe al orden, alarmándole desde dentro por la monstruosidad que consiente y fabrica, se expresa hacia fuera como represión o condena del diferente” (Savater, 1985: 134). De este modo, lo monstruoso representó una amenaza para la sociedad burguesa de la época, pues movilizó una imaginería negativa que atentaba en contra de la estabilidad social.

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     La aparición, más o menos generalizada, de lo monstruoso en la literatura, empezó como una variación de la novela gótica inglesa, en el último tercio del siglo XVIII y el primer cuarto del siglo XIX. Durante este período se dieron diversas catalogaciones de lo monstruoso que recapitularon la categoría de lo grotesco, puesto que ambos conceptos compartieron elementos como: la combinación de seres, la confusión de géneros, las transformaciones físicas, la indeterminación de formas y la metamorfosis. Desde ese entonces lo monstruoso se situó en un plano simbólico y figuró el desbordamiento de lo normal como un hecho extraordinario en el interior del mundo natural. Este último carácter hizo del monstruo, no sólo un ser anormal, sino también negativo, pues lo convirtió en un ser para el cual el juicio de exceso físico se transformó en juicio moral y representó la desdicha, el dolor, la alienación y la represión.

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     Las formas monstruosas se remitieron al arte como su origen creador, pues todas ellas sin excepción, nacieron de la fantasía sin normas, de una imaginación que no se planteaba límites, sino que trabajaba con asociaciones libres y caóticas. En este sentido, las obras del último período de la vida de Goya resultaron emblemáticas para otros artistas. En los caprichos y las pinturas negras, el pintor español reflejaba fielmente la miserable condición humana, como lo señala José Miguel G. Cortés en su libro Orden y Caos: “Hasta ese momento, el arte occidental había plasmado la crueldad y lo monstruoso como una excepción en el orden del mundo; en Goya el descenso a los infiernos es una pesadilla que se convierte en la norma, en la esencia del mundo. El infierno deja de estar en el exterior para aparecer en la mente del individuo” (Cortés. 1997: 30). O como lo dijera Charles Baudelaire en 1857: “El mérito principal de Goya consiste en su habilidad para crear monstruosidades creíbles y tangibles. Sus monstruos son posibles, tienen las proporciones adecuadas. Nadie se ha arriesgado tanto en el camino de la realidad grotesca. Todas esas contorsiones, caras bestiales y muecas diabólicas son profundamente humanas” (Cit. Cortés. 1997: 30).

   

Lo monstruoso se amparó en una visión pesimista de la realidad: la monstruosidad remitió a un mundo sin salida, del que dicha rareza constituyó su esencia, su verdadera y única condición. En este caso, lo monstruoso negó toda referencia a una realidad mejor. El genio de la oscuridad no reveló ninguna aspiración, no moralizó, sólo ofreció a la mirada de los europeos la deformidad inherente al mundo. El pensamiento estético de Goya anuló la posibilidad de un canon objetivo de belleza, canon en el que se sustentaba la teoría del clasicismo. De esta forma, sus creaciones anticiparon el arte contemporáneo y evidenciaron la inquietante capacidad de penetración psicológica del más genuino artista de lo monstruoso.

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    Así, el monstruo del decadentismo fue un desgraciado que hablaba e insistía en declarar su desdicha; los verdaderos monstruos (los artistas) ya no necesitaron de complicados seres compuestos ni de animales fabulosos, sino que se valieron de creaciones polidimensionales y no permitieron que se silenciara lo disforme, pues el único crimen que los anormales no estaban dispuestos a cometer era el silencio, ya que el lenguaje acercaba lo humano a lo divino y este arrimo vulgarizaba y rebajaba lo perfecto. En consecuencia, los diferentes establecimientos declararon a lo monstruoso como algo subversivo, que amenazaba con develar la desgracia y hacerla pública. El temor que suscitó en la sociedad burguesa este engendro hizo que se le excluyera y satanizara de modo preventivo. Esta exclusión se ejecutó gradualmente, pero con el advenimiento del nuevo siglo se produjo un cambio en el concepto de lo monstruoso; los nuevos monstruos se hicieron públicos y a cambio se vieron privados del lenguaje. Fueron obligados al silencio y se les limitó a violentos aullidos, acompañados de zarpazos y manotadas.

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     En este sentido, cabe señalar que tres de los seres monstruosos más significativos de finales del siglo XIX y principios del XX tuvieron en común la ausencia de la palabra. La primera película de James Whale sobre Frankenstein, el personaje de Mr. Hyde de Stevenson y Gregorio Samsa en La metamorfosis de Kafka, compartieron la condena al mutismo y fueron desterrados a una comunicación no verbal, hecha de bruscos gestos que enfatizaban la diferencia y la pertenencia a otros mundos.

 

     La realidad monstruosa y la atmósfera subjetiva del relato de Kafka dejaron al descubierto la deshumanización de la pasada centuria y su intolerancia hacia lo anómalo. Las palabras de Gregorio Samsa (bicho) se transformaron en angustiados sonidos que reflejaron la imposibilidad de hablar del monstruo y la imposición del mundo exterior para reestablecer la racionalidad. Sólo la muerte del insecto produjo un regreso a las virtudes pequeño burguesas de trabajo, limpieza y orden, y afirmaron un universo perfecto, en donde la diferencia no tenía cabida, sin darse cuenta de que nada se asemejaba tanto a la mediocridad como la perfección. Al respecto, Savater afirma: “El nuevo Prometeo no es mudo de una manera natural. Al monstruo le han quitado la palabra, le han desterrado al silencio; no le han dejado más que un muñón de voz para que se comunique o intente protestar; le han confinado en los sollozos y los rugidos. De esta manera logran subrayar su diferencia y hacerle aún más evidentemente culpable, es decir, castigable. Su mudez –gruñidora, esforzada, tensa hacia el lenguaje inalcanzable- le hace aún más diferente, pues le priva de la gran niveladora, la palabra, en la que se funda la vaga presunción de la semejanza entre los hombres” (Savater, 1985: 136). Tras su mudez el monstruo fue aún más culpable, pues rompió los lazos de semejanza con lo humano y evidenció la imposibilidad de pactar con lo normal. Paradójicamente, el grito[2] desesperado de lo monstruoso fue grabado en la obra del pintor expresionista Edvard Munch, quien logró representar las deformaciones emocionales de las formas naturales y mostró la apariencia de lo real como algo misterioso, fantasmal y deforme. La enfermedad, la locura y la muerte fueron los ángeles negros que inspiraron los grandes frisos de la vida del pintor noruego.

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     Sin embargo, las formas monstruosas alcanzaron un alto grado de ambigüedad en el siglo XX. Por un lado inquietaron y plagaron el ámbito artístico de angustia y desasosiego, y por otra parte tranquilizaron el orden social, al constatarse como fracasos y/o errores de la naturaleza.

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     De esta manera, los horrores anatómicos de Rimbaud y Benn, lo físicamente repugnante de Beckett, los rasgos escatológicos de Baudelaire, lo oscuro y ruin de Raskolnikov, lo absurdo de Kafka liberó al hombre de las ideas estéticas convencionales y derribó la necesidad de lo bello. Tras la aparición de una nueva crítica del gusto, que no excluía lo feo ni lo disonante, la categoría de lo monstruoso recuperó su perfil dinámico y se impuso con violencia y destrucción.

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     Bibliografía

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CORTÉS, José Miguel (1997). Orden y Caos. Barcelona: Anagrama.

SAVATER, Fernando (1985). Instrucciones para olvidar el Quijote. Madrid: Taurus.   

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[1] Cali, Colombia 1977. Licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad de Caldas, Magister en literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira, Becario y Ph(c)D del Doctorado en Literatura Latinoamericana de la Universidad Andina Simón Bolívar. 

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[2] Aquí se hace referencia a El grito, célebre cuadro de Edvard Munch grabado en 1895

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